domingo, 22 de noviembre de 2009

Ensayo sobre la Modernidad Mexicana

Destino mexicano: entre lo postmoderno y lo “pus moderno”
Carlos Alberto Girón Lozano

México es un país de contrastes: paleta multicolor inagotable para el ojo atento y gustoso de la variedad. Viajando de Norte a Sur se puede ir de un Paseo Santa Lucía a la ironía de un Cochoapa El Grande en Guerrero, cuyo nombre menta una grandeza particular: la de su pobreza. Dentro de sus centros urbanos se reproduce el mismo fenómeno, pues pasar de un gran proyecto residencial a una zona habitada más a la fuerza que por una apropiada planeación es cosa de todos los días. ¿Es México un país moderno? Depende de dónde se mire.
La relativización de la pregunta no es sino una acción de maquillaje para la que es la respuesta evidente: no. En efecto, el adjetivo “moderno” no es uno que pueda aplicarse parcialmente, pues el proyecto de la Modernidad -al cual debe estarse adscrito para poder acceder al mote de “moderno”- tiene estrictos estándares de evaluación para poder mantenerse dentro de él y no admite medias tintas. En consecuencia, no se puede ser más o menos moderno en tanto que la Modernidad constituye un proyecto perfectamente definido y con leyes que le determinan de manera precisa.
Pero, si México no es moderno ¿qué es? En las presentes líneas nos abocaremos a ensayar una respuesta en torno al estatuto de nuestro país atendiendo, particularmente, al sistema político del mismo. Para ello haremos tres escalas: 1) Una breve disertación en torno al proyecto de la Modernidad y la denominada Postmodernidad; 2) Una recopilación de voces de algunos de los principales intelectuales mexicanos, y 3) La extracción de conclusiones emanadas de los dos momentos precedentes a fin de buscar responder a la pregunta por la situación de México en el mundo contemporáneo.

Los avatares del proyecto
Al denominar a la Modernidad como un proyecto se está diciendo ya bastante sobre su carácter. Un proyecto es tal en la medida en que constituye una visión hacia el fututo, es decir, es un plan elaborado desde el presente para extenderse hacia lo que está por venir. Así, la Modernidad no es sino un plan formulado desde una determinada etapa histórica para determinar los pasos a seguir en el futuro. Pero eso no es todo, pues esta operación implica o supone una determinada concepción del tiempo. En el caso de la Modernidad nos encontramos con una confianza en que el tránsito del pasado al futuro es siempre un paso para mejorar. En la concepción del tiempo de la Modernidad la noción de progreso será, entonces, central y determinante.
Por otro lado, hay siempre un cierto arrojo en cada proyecto, es decir, una apuesta por un camino determinado en detrimento de otros tantos posibles. El proyecto de la Modernidad apuesta por un camino en el que es la razón la que asegura el avance constante. En otras palabras, los principios de la razón bastan y sobran para llevar a la historia en una dirección progresiva. Cualquiera que se ajuste a dichos principios llegará al buen puerto del futuro próspero.
Ahora bien, si el proyecto implica arrojo, y éste se traduce en la elección de un camino, entonces debe haber siempre algo (mucho) que se deja de lado. En este sentido, la Modernidad elige su camino en contraposición con otro en particular, a saber, el de la tradición. Decidirse por un camino hacia delante bajo el auspicio de la razón implica, entonces, someter a juicio el pasado a fin de recuperar de él los elementos que hagan las veces de trampolín del progreso y descartar aquello que obstaculice el buen desarrollo de la historia. Así, mientras en una sociedad tradicional se hace una valoración excesiva de aquello que es símbolo del pasado -de aquello que nos liga a nuestros antepasados-, en una sociedad moderna es el futuro el que adquiere una importancia mayor de manera que todo aquello que se presente como obstáculo para el porvenir debe ser descartado: sea un símbolo religioso o una forma de organización social ancestral.
De esta peculiar relación con el pasado a partir de la preeminencia de la idea de progreso se pueden extraer un par de elementos que resultan fundamentales, a saber, la libertad y el sujeto. En efecto, una relación con la tradición como la que se adquiere en el proyecto de la Modernidad supone una idea de emancipación, es decir, una liberación de elementos coercitivos (Iglesia, Monarquía, etc.) para dar paso a la autonomía del individuo. Es Kant quien articula estos elementos de manera brillante en su célebre formulación sapere aude. Esta consigna que impele a valerse de la propia razón no es sino el estandarte de un proyecto que apuesta a un futuro siempre mejor.
Pero aquí podemos comenzar a señalar ya un problema inherente a la formulación del proyecto de la Modernidad: al apelar a la razón como faro último e infalible, ¿hablamos de una razón universal o de la razón de cada cuál? Cada sujeto debe regirse por su propia razón, pero ésta debe ser confrontable con la de otros sujetos, de manera que la razón no constituye una entidad independiente sino un constructo formal bajo el cual todos y cada uno pueden cobijarse. Hay, pues, una razón universal que consiste en un conjunto de formas y procedimientos reproducibles y aceptables por cada uno de los miembros de una comunidad. Resulta evidente que una formulación de este tipo apunta a una noción de razón íntimamente vinculada con el conocimiento de corte científico. En efecto, lo racional será identificado con aquello a lo cual se llega mediante una serie de pasos comprobables y verificables por cualquier otro sujeto en las mismas condiciones.
Uno de los principales problemas de este tipo de razón es que no puede ser aplicada a cualquier objeto y en cualquier ámbito. Sirva como ejemplo otra formulación kantiana: el imperativo categórico. De acuerdo a los planteamientos éticos kantianos la mentira no es una posibilidad, aunque ésta pueda salvar una vida. Llevar una razón científico-tecnológica como antorcha y confiar en que su luz es más que suficiente para atravesar todo tipo de caverna, nos ha llevado, de hecho, a grandes catástrofes. Es en este punto donde encontramos el elemento crítico más relevante: una razón que garantice el progreso está sujeta a un criterio de legitimidad inevitable, a saber, la confirmación en los hechos de su infalibilidad. La pobreza, las grandes guerras, los desastres ecológicos, entre otras tantas cosas, se han encargado de mostrar los límites de la razón que sirve de estandarte al proyecto de la Modernidad.
No obstante, la Modernidad fracasa pero no se rinde, y con ello abre la puerta a otras posibilidades, a alternativas, esto es, a la Postmodernidad. En efecto, el fracaso del proyecto de la Modernidad en la historia acaecida ha provocado una diversidad de respuestas que tienen en común el desprecio por una racionalidad instrumental y técnico científica como criterio y valor último, esto es, ante la promesa incumplida del progreso generalizado la reacción no se ha hecho esperar a través de una crítica radical a los pilares del proyecto. El futuro deja de ser un horizonte edénico y todo aquello que por este imperio del futuro había quedado exiliado comienza a ser revalorado. La razón entendida en un sentido unívoco bajo los esquemas de las ciencias naturales o exactas ve caer su reinado bajo la influencia de planteamientos hermenéuticos, por ejemplo. En general, todo aquello que huela a Modernidad es víctima de irreverencias y duros cuestionamientos.
Las corrientes Postmodernas se gestan, sobre todo, en el ámbito del arte. No obstante, en el terreno de la política tenemos consecuencias importantísimas de los cuestionamientos al proyecto de la Modernidad. Puede decirse de manera general que un sistema político moderno se caracteriza por el establecimiento de leyes claras que garanticen la libertad y la autonomía, además de que éstas sean elaboradas y asumidas de acuerdo a principios racionales. Pero cuando las promesas modernizadoras devienen canto de sirenas, el desencanto produce un cuestionamiento constante de esas leyes que buscan el progreso social. Todo discurso debe encontrar, entonces, justificación más allá de una mera confianza en una supuesta razón universal.
Un elemento central en la crítica postmoderna a los sistemas políticos tiene que ver con que la razón universal está “casualmente” ligada a un contexto cultural determinado, a saber, el de la nación económica y políticamente dominante. Así, lo que resulta racional se determina no desde un diálogo abierto entre naciones, sino lo que se determina desde los principales centros de investigación que, por azares del destino, se encuentran en la nación de mayor poderío. De esta manera, modernizarse implica ajustarse a los designios de la nación culturalmente dominante. No resulta extraño que sea el modelo democrático el que se considere como el idóneo para el proyecto de la Modernidad: la relación gobernantes-gobernados, la ideas de libertad, participación, importancia al individuo en tanto que ciudadano, entre otras bondades del modelo coadyuvan a que así sea, pero ¿no tiene esto un interés oculto? La sospecha es un elemento central para los movimientos postmodernos.
La relación entre Modernidad y Postmodernidad resulta bastante amplia y compleja, y no es la finalidad ahora realizar una disertación en torno a la misma. De aquí que bastará con esta breve caracterización del proyecto de la Modernidad y su “hija bastarda”, la Postmodernidad, para cumplir con los objetivos trazados en un inicio.

¡México a la vista!
En las líneas precedentes ha prevalecido un tono preeminentemente teórico, por lo que ahora corresponde desembarcar en una realidad concreta: México. Para ello hay que hacer una observación previa al poner pie en arenas mexicanas, a saber, que la búsqueda de la aplicación de lo que ha sido descrito anteriormente puede hacerse de dos formas: una atendiendo a las prácticas concretas que se llevan a cabo en el país y, particularmente, a las prácticas políticas del mismo, o prestando atención a lo que sus intelectuales tienen que decir. Esta observación tiene una consecuencia curiosa e inevitable: se verán cosas diferentes dependiendo de la ruta elegida.
Resulta claro que el papel de los intelectuales suele ser el de la crítica de la actividad concreta -crítica que a la larga puede convertirse en fundamento de nuevas prácticas que han de ser criticadas a su vez. No obstante, no deja de resultar curioso notar las distancias entre los discursos y lo hechos, máxime cuando algunas de las figuras intelectuales no escriben desde la clandestinidad sino desde el aparato de gobierno mismo. Es por ello que ahora atenderemos a unas cuantas voces de estos intelectuales que, dicho sea de paso, no suelen ser mencionados en los análisis de la situación de México. Daremos por supuestos muchos de los datos sobre los hechos concretos de la historia del sistema político, pero confiamos en que, a diferencia de los discursos, éstos no son del todo desconocidos.
Antes de iniciar con el concierto de voces conviene destacar dos datos curiosos de nuestra historia: 1) Fuimos colonizados por una nación que se opuso de manera decidida a uno de los momentos fundacionales del pensamiento moderno: la Reforma, lo cual contrasta con la poderosa influencia que posteriormente tendrá sobre nosotros el vecino del norte con su tradición reformista; 2) La consecución de la independencia no se da como resultado de un plan premeditado, sino que se da “en el camino” de una revuelta en contra del gobierno francés.
México es producto de un choque cultural que carece por completo de elementos modernos. ¿Dónde podría arraigarse una modernidad en un contexto de un pasado indígena que se encuentra violentamente con una nación contrareformista? Con esto queremos destacar que el proyecto de la Modernidad se topa con un suelo poco fértil en tanto que la tradición -y la sujeción a la misma- tiene un peso primordial en el pueblo mexicano. Además, México no adquiere una conciencia de nación independiente que le lleve a un levantamiento armado, esto es, no son las ideas de libertad y autonomía las que llevan a la Independencia, sino la inconformidad con la invasión de una nación (¡la francesa que es cuna de la Ilustración, madre de la Modernidad!) extranjera a España. El grito de independencia es reflejo de la búsqueda de restitución del orden anterior. De manera que si bien existe una importante veta liberalista y protomodernizadora en México, somos, desde un inicio, una nación en donde la tradición -y la conservación de la misma- tiene un papel central. De aquí la constante afirmación por parte de figuras políticas en el sentido de que México no está preparado para gobernarse a sí mismo. La sujeción es, por lo tanto, necesaria dada nuestra inexperiencia e incapacidad.
Así, en la turbulencia y confusión de un levantamiento que logra algo más allá de lo que inicialmente se proponía, resuena la voz de los Sentimientos de la Nación (13 de septiembre de 1815). En este documento se da clara muestra de la ambivalencia mexicana, y es que mientras por un lado se habla de que la ley se encuentra por encima de los individuos y que deber ser elaborada por sabios que puedan diseñarla de manera apropiada, de la independencia, la abolición de la esclavitud y la erradicación del sistema de castas, se pretende, en el mismo documento, elevar a rango constitucional la celebración del 12 de Diciembre. Sí somos modernos, pero moderados.
Esta indefinición o actitud que se niega a abandonar los elementos tradicionales, pero que reconoce las bondades de los ideales de la Modernidad, tiene como consecuencia una curiosa declaración de independencia que marca distancia con España al tiempo que reconoce la necesidad de un príncipe europeo para gobernar al naciente ¡Imperio Mexicano! El Plan de Iguala de 1821 es un monumento más a las contradicciones del sistema político mexicano (para el momento constituido como una bizarra monarquía constitucional católica), le acompañan los imperios de Iturbide y Maximiliano. La inestabilidad política que parece manejarse bajo la consigna de cambiar, pero despacito, es el signo de la época.
El Porfiriato y la Revolución son cuna de una figura emblemática del tiempo por venir: el caudillo. Estos líderes carismáticos son símbolo de lo lejos que está el proyecto de la Modernidad del suelo mexicano: la tradición y la sumisión a un liderazgo más por emoción que por razones siguen haciendo de México un territorio inhóspito para ella. Una lucha encarnizada por el poder donde se carece de una pregunta seria por el cómo se debe gobernar y se privilegia la pregunta por el quién debe gobernar, sólo podrá ser “acotada” por un sistema corporativo, pero no erradicada.
En este contexto de lucha y conflicto constante aparece un planteamiento diferente, a saber, el de Antonio Caso. En efecto, Caso habla sobre la necesidad de una ética del sacrificio, como acto último de amor, como vía para la reconciliación nacional: elemento necesario para formular un proyecto de nación. Este intelectual mexicano reconoce cuatro líneas que han servido de horizonte para pensar a México: la ideología católica, la jacobina, la positivista y la escéptica, pero hace falta algo más que contar con un sustento de esta índole para superar la situación en la que nos encontramos. “Nuestra miseria contemporánea, nuestras revoluciones inveteradas, nuestra amargura trágica, son los frutos acerbos de la imitación irreflexiva”. Así, Caso apela por la necesidad de una actitud que favorezca la unidad nacional y, al mismo tiempo, por un acto racional que lleve a la superación de la “imitación irreflexiva” de los modelos extranjeros. Fraternidad y razón, elementos de un proyecto modernizador.
En este mismo sentido habla José Vasconcelos. En una forma brillante en ocasiones y delirante en otras, apuesta por un destino común a la raza que consiste en la integración de todas las razas del mundo: el advenimiento de la raza cósmica. Claro que esta tarea no puede realizarse si primero no se subsana el terreno propio:
Todo pueblo que aspira a dejar huella en la historia, toda nación que inicia una era propia, se ve obligada, por eso mismo, por exigencias de su desarrollo, a practicar una revaluación de todos los valores, y a levantar una edificación provisional o perenne de conceptos. Ninguna de las razas importantes escapa al deber de juzgar por sí mismo todos los preceptos heredados o importados para adaptarlos a su propio plan de cultura o para formularlos de nuevo si así lo dicta esa soberanía que palpita en la entraña de la vida que se levanta.
Esta idea en la que subyace una relación con el pasado como la descrita en el primer apartado, esto es, una relación de revaloración y discriminación, resulta de un carácter eminentemente moderno. Además, la incitación a hacer un ejercicio de revaloración individual, independiente y autónomo, encaja perfectamente con las pretensiones del proyecto de la Modernidad, aunque el mismo sistema político haya impedido que Vasconcelos accediera a la presidencia para tener así la posibilidad de llevar a la práctica la teoría.
En el caso de Vasconcelos aparece de manera clara y contundente la relación que México debe establecer con su pasado: el tiempo de los indígenas ya fue y no tiene porque regresar, ni puede hacerlo. Por el contrario, se trata de conformar una “conciencia sin antepasados hasta donde es posible imaginar así una conciencia; conciencia que, por lo mismo, debe ser creadora, creadora y organizadora del aporte pasado, creadora y constructora del presente; iniciadora y preparadora del porvenir”. ¡Una voz moderna en un país de oídos sordos! La conciencia temporal de Vasconcelos tiene la mirada puesta en el futuro que es, sin duda alguna, uno mejor en la medida en que será producto de esta conciencia creadora crítica con el pasado, activa en el presente y, sobre todo, previsora del futuro.
Pero dicho futuro es, para un autor como Samuel Ramos, sólo asequible en la medida en que nos hagamos conscientes de nuestra propia condición. Para el mexicano -nos dice Ramos- “es perjudicial ignorar su carácter cuando ése es contrario a su destino, y la única manera de cambiarlo es precisamente darse cuenta de él”. El problema del mexicano está, para Ramos, en su renuencia al cambio, en el egepticismo imperante en la cultura que genera un complejo de inferioridad con respecto a naciones que sí han logrado dar el paso hacia un futuro mejor. Por otro lado, resulta notable la idea de que el mexicano tiene un destino, es decir, un futuro que debe asumir como propio para cambiarlo. La naturaleza de la tarea vuelve a presentar una cara moderna, esto es, la necesidad de liberarse para seguir un camino ascendente en la escala de la historia.
Nunca toma en cuenta el mexicano la realidad de su vida, es decir, las limitaciones que la historia, la raza, las condiciones biológicas imponen a su porvenir. El mexicano planea su vida como si fuera libre de elegir cualquiera de las posibilidades que a su mente se presentan como más interesantes o valiosas. No sabe que el horizonte de las posibilidades vitales es sumamente estrecho para cada pueblo o cada hombre. La herencia histórica, la estructura mental étnica, las peculiaridades del ambiente, prefijan la línea del desarrollo vital con una rigidez que la voluntad de los individuos no puede alterar. A esta fatalidad le llamamos destino. El mexicano es un hombre que durante años se ha empeñado sistemáticamente a contrariar su destino.
Una reflexión en torno a nuestras posibilidades resulta imprescindible para hacernos de un destino propio. Nueva formulación de la necesidad de adaptar para el caso mexicano las posibilidades o ejemplos tomados del extranjero. De otra manera, sólo estaremos utilizando bonitas máscaras venecianas en medio del desierto, es decir, sin una reflexión en torno a lo mexicano no habrá posibilidad de hacer coincidir el proyecto de la Modernidad con la realidad mexicana. Al superación y el progreso se encuentran en un horizonte futuro que se construye a partir de una reflexión racional de nuestras condiciones presentes.
Este imperativo fue rescatado años después por José Gaos y, posteriormente, por el grupo Hiperión, sin embargo no podemos detenernos aquí a reseñar la propuesta de cada uno de los miembros del mismo. Lo que nos interesa mostrar es que el discurso de los intelectuales tiene claros tintes modernos que pasaron desapercibidos en la práctica política del país: México puede pensar de manera moderna pero actúa de manera moderada. ¿Qué conclusiones puede dejarnos esto?

Pus, modernos ¿no?
La reflexión en torno a lo mexicano suele mostrar que nuestra relación con el pasado es bastante conflictiva. Nos movemos entre un rencor al conquistador y una veneración a lo indígena, o una valoración de las aportaciones civilizatorias de los españoles y una actitud condescendiente con los pueblos indígenas. Esta ambivalencia queda manifiesta en los discursos que pueden encontrarse en el país: unos elogian los avances de las potencias extranjeras y derivan de ahí la necesidad de seguir sus pasos pero, cuando se requiere, se manifiesta con mayor fervor una pasión por lo indígena y una simpatía por su causa. Fernando Escalante aporta unas lúcidas líneas en este sentido: “En la fantasía de la historia patria los indígenas son, de manera definitiva y emblemática, los vencidos, por cuya razón resultan irremediablemente buenos”. No hay mejor discurso legitimador ante un público irreflexivo que el que se pone del lado de los “buenos”.
Esta relación con el pasado, además de ser claramente contraria a la exigida por la Modernidad, muestra la importancia que puede llegar a tener la tradición. Atendamos de nuevo a Escalante: “Si la justificación básica del poder está en el pasado, es menos importante el progreso que la continuidad”. En efecto, el pasado sirve para legitimar la continuidad en el poder y no para brindar elementos que permitan generar un cambio, esto es, que impulsen al progreso. Pero avanzar hacia el futuro implica, evidentemente, un alejamiento del pasado, esto es, un distanciarse de lo ya conocido y esto constituye una experiencia angustiante para el mexicano. “Cada vez que el mundo se nos hace incomprensible nos volvemos nostálgicos, pueblerinos, descubrimos de nuevo las virtudes de la hacienda y el inconmensurable valor de ‘lo nuestro’, pero lo nuestro más próximo, lo más inmediato y material. Que es necesario defender contra la intromisión de la fuerza ajena, impersonal, del progreso”. De manera que no sólo no tenemos una correcta relación con nuestro pasado de acuerdo a los parámetros de la Modernidad, sino que la relación que sostenemos nos hace más tradicionalistas, apegados a lo conocido gracias a un vínculo de carácter emocional, en una palabra, contrarios a lo moderno.
El futuro no es una dimensión que nos preocupe demasiado: cualquier cosa puede esperase. La adrenalina ante la incertidumbre es cosa de todos los días, cosa contraria a una nación confiada en que los principios de la razón aseguran que a la vuelta de la esquina no se encuentra la fatalidad, sino el progreso. Somos libres de elegir y cualquier intromisión en esa libertad individual es inmediatamente condenada, pero ello, en México, no implica asumir obligaciones o responsabilidades: la libertad es gratis y sin condiciones o no es.
Ahora bien, este panorama nos pone ante la certeza de que la Modernidad y su proyecto tienen pocas posibilidades de arraigar en suelo mexicano y, al mismo tiempo, podemos ver que son más bien los valores contrarios a la Modernidad los que pueden encontrar condiciones propicias. ¿Será que México nació entonces siendo Postmoderno? ¿Podría pensarse la imposibilidad de una modernidad a la mexicana como una virtud que nos hace ser un pueblo modelo para las condiciones Postmodernas? Para Leopoldo Zea esto puede ser así, pues ante una era en la que el proyecto de la Modernidad se muestra como fuente de falsas promesas y funestas consecuencias, ante un futuro incierto el mexicano se encuentra
Mejor preparado para lo imprevisto; para ese futuro imprevisto que ahora mantiene en angustiosa expectativa a muchos pueblos. Mejor preparado para un futuro que muchos suponen sea de muerte total o de mida más justa. Mejor preparado por varios siglos de permanente espera de lo inesperado, de un inesperado cotidiano y por cotidiano permanente. Mejor preparado porque esta espera de lo inesperado en lugar de mantenerle irresoluto le ha hecho actuar siempre de acuerdo con las inesperadas situaciones que se le han ido presentando.
El destino mexicano puede estar, entonces, en la Posmodernidad entendida como aquello que se opone a los valores de la Modernidad. México es una posibilidad -quizá hasta una posibilidad ejemplar- de lo que está más allá de lo moderno, y en todo aquello que constituye un obstáculo para el progreso puede encontrar posibilidades para abrirse paso en un mundo que no goza ya de la certidumbre ante la luz de la razón. Pero mientras tanto, ante la pregunta por el lugar de México en el mundo contemporáneo, el mexicano de a pie, con la despreocupación ante el futuro que le caracteriza, seguirá respondiendo: pus modernos, ¿no? Y hay que alegrarse de que así sea, pues al final de cuentas ¿quién dijo que la Modernidad es un paraíso posible en el que el mal no tiene cabida?

No hay comentarios: